Rosalba y los espejos del cuerpo / Françoise Roy

Al ver los cuadros de Rosalba, es imposible olvidar que los ojos vienen siempre en juego de dos, como si un cíclope demediado habitara impasible el rostro. Los rostros plasmados por le pincel dejan asomar, por la transparencia de sendas ventanas almendradas, los dos luceros de un sol en brama, siempre de atardecer, astro cuya muerte paulatina nunca se aleja de la escala cromática asignada por la naturaleza al momento llamado “crepúsculo”: el rojo, símbolo de vida, y todos los tonos que reivindican el mismo parentesco.

El ojo es más que el órgano de la vista. Entre agujero, espejo, y fuente, imanta al espectador al lienzo. El sentido de manantial de la palabra “ojo”, presente en árabe y otras lenguas, nos remite al concepto de “donde el agua ve la luz”. Esa luz que busca transmitir la pintora es la del alma, que como una fina estampa invisible, traspasa todo lo vivo. ¿Qué poeta no ha escrito sobre los dos ojales de la cara, qué artista no ha dibujado el rostro, recordándonos que toda cosmogonía del origen nos habla del diáfano ojo de halcón de Horus, padre omnividente, que todo lo orada?

Los rostros que pinta Rosalba, a menudo caras femeninas, son otros tantos ojales en el lienzo. Aun en la serie llamada Registros de ruptura, dedicada al esbozo de cuerpos sin rostros, en precario equilibrio sobre una cuerda floja imaginaria, el trazo, que de tan móvil y ligero parece volar sobre el lienzo, no deja de recordar al espectador la forma almendrada del ojo. Esos cuerpos, velados con un encaje de caligrafía escarlata, a punto de moverse, se develan intactos y acabados en su forma y volumen definitivos con la sola magia de unas cuantas pinceladas; pero esas, ora color sangre, ora color greda o ceniza, delimitan en cada cuadro el contorno de muchos párpados, que juntos forman una espalda, el perfil de un torso atrapado entre la quietud y la caída.

Así, se vuelven girasoles cuadrados, animados de movimiento propio, que siguen con su mirada de pétalos carmesíes al contemplante que encarnamos cuando tenemos la ventura de mirarlos. La técnica impecable que gravita siempre en la órbita de lo figurativo y traduce un manejo muy maduro del dibujo anatómico, no entorpece jamás su sensibilidad, muy atenta a la honda sutileza del mirar. Ambas se conjugan en el lienzo para llegar a una conclusión cercana a la del insigne físico y premio Nóbel, Heisenberg: el hecho de mirar un rostro cambia a quien lo miro.


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